Tal día como hoy de 1949, se creaba la Organización del Tratado del Atlántico Norte, cuyo tratado, el Tratado de Washington, se firmó el 4 de abril de ese mismo año en la capital estadounidense.
A dicha alianza militar se llegó por un acuerdo entre los signatarios del Tratado de Bruselas de 1948, Benelux, Francia y Reino Unido, más EE.UU. y Canadá, a los que se unieron Dinamarca, Islandia, Italia, Noruega y Portugal. El tratado se firmó en base al artículo 51 de las naciones Unidas.
Eran los tiempos de la guerra fría, que se había iniciado, intelectualmente, con el discurso de Churchill en Fulton y políticamente con la guerra civil griega, el golpe de Praga, que eliminó la democracia checoeslovaca y dio paso al totalitarismo comunista y el bloqueo de Berlín occidental por parte de los soviéticos.
Una Europa destrozada por la S.G.M. y amenazada por el poderío de la URSS se veía obligada a conseguir cierto tipo de unión política y también militar. Para la segunda, estaba claro que sin los EE.UU. esa defensa era utópica, por lo que era necesaria su presencia, lo que no era fácil ya que la Constitución norteamericana prohibía las alianzas militares en tiempos de paz. Además en 1947 o 48, los estadounidenses no veían, todavía, a la URSS como un gran peligro, pese a los pucherazos electorales bajo control de las tropas del Ejército Rojo en Bulgaria, Hungría, Rumanía o Polonia que llevarían al poder a gobiernos comunistas. Serían los mencionados acontecimientos en Praga y Berlín lo que inquietarían a los estadounidenses y los hicieran más propicios a la creación de la OTAN.
A lo largo de la su historia y hasta 1991, la organización demostró su validez como elemento disuasorio frente a la URSS, pero el fin de la guerra fría planteó la reorientación de la alianza, reorientación que todavía está en proceso de adaptación.
La pregunta que muchos analistas, militares y políticos se hacen es si es adecuada para los desafíos del siglo XXI. Las experiencias de la guerra en los Balcanes, el tema de Irak o la participación en Afganistán, han creado la sensación de que no parece ser la herramienta que se precisa para las nuevas guerras asimétricas, los desafíos de potencias pequeñas pero nuclearizadas, como Irán, o los grupos terroristas.
La histórica renuencia europea a la firmeza militar ha sido constante a lo largo de la historia atlántica, donde el peso militar recaía en EE.UU. mientras ciertos países europeos, sobre todo Alemania o Francia, procuraban una política de apaciguamiento con la URSS. En la actualidad, la situación es similar y hemos visto la parálisis europea en los Balcanes, su rechazo a participar en Irak o las modalidades a la carta de las actuaciones en Afganistán.
Al mismo tiempo, los estadounidenses parecen cada vez menos interesados en la OTAN, a la luz de las experiencias recientes, prefiriendo alianzas mas flexible y adecuadas a cada situación, ello sin olvidar que Europa está dejando de ser un área estratégica esencial, sustituida por Asia y, quizás, Latinoamérica.
La vuelta de Francia a la estructura militar podría ser un signo de revitalización de la OTAN, pero teniendo en cuenta que las crisis se producen cada vez menos en Europa y mas en África, Asia o Medio Oriente, se tendría que dar un giro estratégico a los objetivos de la alianza, a la vez que una mayor coordinación y voluntad de actuación de sus miembros, cuyas diferencias son patentes en temas como la ampliación a Georgia y Ucrania o a una mayor implicación en la guerra contra el terrorismo.
Las incógnitas siguen abiertas, pero en este aniversario no podemos olvidar que durante los años del peligro soviético fue un instrumento decisivo en la protección de las democracias occidentales frente a las amenazas de la URSS y que por ello merece el reconocimiento de quienes creemos en la libertad y los valores de occidente.
A dicha alianza militar se llegó por un acuerdo entre los signatarios del Tratado de Bruselas de 1948, Benelux, Francia y Reino Unido, más EE.UU. y Canadá, a los que se unieron Dinamarca, Islandia, Italia, Noruega y Portugal. El tratado se firmó en base al artículo 51 de las naciones Unidas.
Eran los tiempos de la guerra fría, que se había iniciado, intelectualmente, con el discurso de Churchill en Fulton y políticamente con la guerra civil griega, el golpe de Praga, que eliminó la democracia checoeslovaca y dio paso al totalitarismo comunista y el bloqueo de Berlín occidental por parte de los soviéticos.
Una Europa destrozada por la S.G.M. y amenazada por el poderío de la URSS se veía obligada a conseguir cierto tipo de unión política y también militar. Para la segunda, estaba claro que sin los EE.UU. esa defensa era utópica, por lo que era necesaria su presencia, lo que no era fácil ya que la Constitución norteamericana prohibía las alianzas militares en tiempos de paz. Además en 1947 o 48, los estadounidenses no veían, todavía, a la URSS como un gran peligro, pese a los pucherazos electorales bajo control de las tropas del Ejército Rojo en Bulgaria, Hungría, Rumanía o Polonia que llevarían al poder a gobiernos comunistas. Serían los mencionados acontecimientos en Praga y Berlín lo que inquietarían a los estadounidenses y los hicieran más propicios a la creación de la OTAN.
A lo largo de la su historia y hasta 1991, la organización demostró su validez como elemento disuasorio frente a la URSS, pero el fin de la guerra fría planteó la reorientación de la alianza, reorientación que todavía está en proceso de adaptación.
La pregunta que muchos analistas, militares y políticos se hacen es si es adecuada para los desafíos del siglo XXI. Las experiencias de la guerra en los Balcanes, el tema de Irak o la participación en Afganistán, han creado la sensación de que no parece ser la herramienta que se precisa para las nuevas guerras asimétricas, los desafíos de potencias pequeñas pero nuclearizadas, como Irán, o los grupos terroristas.
La histórica renuencia europea a la firmeza militar ha sido constante a lo largo de la historia atlántica, donde el peso militar recaía en EE.UU. mientras ciertos países europeos, sobre todo Alemania o Francia, procuraban una política de apaciguamiento con la URSS. En la actualidad, la situación es similar y hemos visto la parálisis europea en los Balcanes, su rechazo a participar en Irak o las modalidades a la carta de las actuaciones en Afganistán.
Al mismo tiempo, los estadounidenses parecen cada vez menos interesados en la OTAN, a la luz de las experiencias recientes, prefiriendo alianzas mas flexible y adecuadas a cada situación, ello sin olvidar que Europa está dejando de ser un área estratégica esencial, sustituida por Asia y, quizás, Latinoamérica.
La vuelta de Francia a la estructura militar podría ser un signo de revitalización de la OTAN, pero teniendo en cuenta que las crisis se producen cada vez menos en Europa y mas en África, Asia o Medio Oriente, se tendría que dar un giro estratégico a los objetivos de la alianza, a la vez que una mayor coordinación y voluntad de actuación de sus miembros, cuyas diferencias son patentes en temas como la ampliación a Georgia y Ucrania o a una mayor implicación en la guerra contra el terrorismo.
Las incógnitas siguen abiertas, pero en este aniversario no podemos olvidar que durante los años del peligro soviético fue un instrumento decisivo en la protección de las democracias occidentales frente a las amenazas de la URSS y que por ello merece el reconocimiento de quienes creemos en la libertad y los valores de occidente.
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