Hoy se cumplen 30 años de la Constitución y, aunque con críticas y debates sobre la necesidad de su reforma, se celebra la Constitución como un hito de nuestra historia moderna, culmen de una transición ejemplar.
Algunas voces, pocas, son críticas y cuestionan la Constitución y la propia transición y entre esas voces se encuentra la muy humilde mía. Debo aclarar que ya fui crítico con la Constitución en su época, escribí en trabajos universitarios dudando de como se estaba gestando, lo que no me valió elogios precisamente y voté en blanco a la misma.
Las mismas razones, y alguna más, que me llevaron a cuestionarla entonces son las que hoy mantienen mi rechazo a la misma, con la confirmación de que los temores que albergaba en aquellos momentos se han convertido, desgraciadamente, en realidad.
Evidentemente mi principal oposición fue y es al Título VIII. Ya en aquellos años era evidente que las cesiones a los nacionalistas eran excesivas y algunos sabíamos que no servirían para apaciguar sus reivindicaciones. Nunca creí que hubiese una ETA “buena” contra Franco y otra “mala” contra la democracia, los asesinos tenían y tienen muy claros sus objetivos que no han variado desde su nacimiento en 1959. También temía que el nacionalismo catalán solo buscaría sus propios beneficios ignorando al resto de España y que, conociendo nuestra idiosincrasia y a donde nos llevaba la misma en algunos temas, la autonomía podía conducir al particularismo hasta acabar como en el esperpento de la primera república y, el tiempo da y quita razones, en esa vía estamos.
Si el aspecto territorial era el esencial, había otros que me desagradaban, como la ideologización de la definición de España al declararla en su artículo 1, apartado 1, como “un estado social y democrático de derecho” lo que acotaba nuestro sistema a los modelos socialdemócrata o democristiano. Si bien en aquella época yo estaba ideológicamente acorde con la democracia cristiana, no me parecía adecuado tanto acotamiento.
Tampoco estaba muy de acuerdo con el apartado 3 del mismo primer artículo, ni el 57, al declarar a España como “una monarquía parlamentaria” no porque, en principio, esté en desacuerdo con la monarquía sino por la torticera manera en que el rey llegaba a la cabeza de un estado democrático. También declarando a “Juan Carlos I de Borbón legítimo heredero de la dinastía histórica”. Pueden buscarse todas las justificaciones que se quieran, pero el rey era un rey perjuro, una creación de Franco en connivencia con el jefe de la Casa de Borbón, Dº Juan, tras el acuerdo de 1948 y que, pese a las reticencias entre ambos, el invento funcionó, jurando Dº Juan Carlos las Leyes del Movimiento en 1969 y al que luego se le legitimó como demócrata, juró la Constitución y se convirtió en rey y todo gracias a los retorcimientos legales de algunas personas y con la aquiescencia de toda la clase política.
Hubo otras razones para que no apoyase el texto, porque entendiendo la necesidad de una Constitución, no me parecía la ley adecuada.
Treinta años después, no solo se han cumplido los peores presagios en el tema autonómico, sino que la Constitución no se respeta, muchos políticos se la pasan por al arco del triunfo. España está disgregándose, sino disgregada, el modelo económico es cada vez mas intervencionista, la separación de poderes es una broma y los supuestos ciudadanos somos cada vez más súbditos.
No se respetan los valores que hicieron grande a España, en muchos casos no se respetan los derechos individuales, se ataca la libertad de expresión sino coincide con lo políticamente correcta, se persigue a la religión mayoritaria y se margina a quienes la practican, recordemos el último ataque, el realizado contra el juez Sr. Ferrín, mientras se imponen los planteamientos de minorías radicales, etc.
Con este panorama, de verdad, ¿hay algo que celebrar este 6 de diciembre?.
Algunas voces, pocas, son críticas y cuestionan la Constitución y la propia transición y entre esas voces se encuentra la muy humilde mía. Debo aclarar que ya fui crítico con la Constitución en su época, escribí en trabajos universitarios dudando de como se estaba gestando, lo que no me valió elogios precisamente y voté en blanco a la misma.
Las mismas razones, y alguna más, que me llevaron a cuestionarla entonces son las que hoy mantienen mi rechazo a la misma, con la confirmación de que los temores que albergaba en aquellos momentos se han convertido, desgraciadamente, en realidad.
Evidentemente mi principal oposición fue y es al Título VIII. Ya en aquellos años era evidente que las cesiones a los nacionalistas eran excesivas y algunos sabíamos que no servirían para apaciguar sus reivindicaciones. Nunca creí que hubiese una ETA “buena” contra Franco y otra “mala” contra la democracia, los asesinos tenían y tienen muy claros sus objetivos que no han variado desde su nacimiento en 1959. También temía que el nacionalismo catalán solo buscaría sus propios beneficios ignorando al resto de España y que, conociendo nuestra idiosincrasia y a donde nos llevaba la misma en algunos temas, la autonomía podía conducir al particularismo hasta acabar como en el esperpento de la primera república y, el tiempo da y quita razones, en esa vía estamos.
Si el aspecto territorial era el esencial, había otros que me desagradaban, como la ideologización de la definición de España al declararla en su artículo 1, apartado 1, como “un estado social y democrático de derecho” lo que acotaba nuestro sistema a los modelos socialdemócrata o democristiano. Si bien en aquella época yo estaba ideológicamente acorde con la democracia cristiana, no me parecía adecuado tanto acotamiento.
Tampoco estaba muy de acuerdo con el apartado 3 del mismo primer artículo, ni el 57, al declarar a España como “una monarquía parlamentaria” no porque, en principio, esté en desacuerdo con la monarquía sino por la torticera manera en que el rey llegaba a la cabeza de un estado democrático. También declarando a “Juan Carlos I de Borbón legítimo heredero de la dinastía histórica”. Pueden buscarse todas las justificaciones que se quieran, pero el rey era un rey perjuro, una creación de Franco en connivencia con el jefe de la Casa de Borbón, Dº Juan, tras el acuerdo de 1948 y que, pese a las reticencias entre ambos, el invento funcionó, jurando Dº Juan Carlos las Leyes del Movimiento en 1969 y al que luego se le legitimó como demócrata, juró la Constitución y se convirtió en rey y todo gracias a los retorcimientos legales de algunas personas y con la aquiescencia de toda la clase política.
Hubo otras razones para que no apoyase el texto, porque entendiendo la necesidad de una Constitución, no me parecía la ley adecuada.
Treinta años después, no solo se han cumplido los peores presagios en el tema autonómico, sino que la Constitución no se respeta, muchos políticos se la pasan por al arco del triunfo. España está disgregándose, sino disgregada, el modelo económico es cada vez mas intervencionista, la separación de poderes es una broma y los supuestos ciudadanos somos cada vez más súbditos.
No se respetan los valores que hicieron grande a España, en muchos casos no se respetan los derechos individuales, se ataca la libertad de expresión sino coincide con lo políticamente correcta, se persigue a la religión mayoritaria y se margina a quienes la practican, recordemos el último ataque, el realizado contra el juez Sr. Ferrín, mientras se imponen los planteamientos de minorías radicales, etc.
Con este panorama, de verdad, ¿hay algo que celebrar este 6 de diciembre?.
1 comentario:
Enhorabuena por ser uno de esos pocos españoles con visión de futuro y sentido común que no votó a favor de la constitución de 1978.
Estoy totalmente de acuerdo con lo que has dicho y yo tampoco tengo nada que celebrar.
Te invito a visitar el nuevo blog 30 años de Partitocracia, espero que te guste.
Un saludo.
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