jueves, julio 28, 2011

La decadencia de Europa



Durante siglos nuestro continente ha sido el abanderado del progreso espiritual, político y social. La eclosión de la civilización judeo-cristiana, tras la crisis del imperio romano, significó el desarrollo de Europa y ponerse a la cabeza del mundo, superando a las que hasta entonces se consideraban culturas más avanzadas: la china y la musulmana.



El desarrollo de nuestra civilización trajo, no solo adelantos científicos y técnicos, también supuso el desarrollo de principios humanistas, tales como derechos humanos, respeto por la vida, por la integridad y hacia los sexos. A lo largo de mucho tiempo, Europa ha ido legando a toda la humanidad principios válidos para cualquier persona, así como progreso material. Pese a las crisis políticas, a la ruptura de la unidad del cristianismo o de las guerras, Europa siguió siendo señera en todos los aspectos de la evolución humana…hasta el siglo XX.



En el mismo, se desencadenaron dos brutales guerras, que llegaron a ser mundiales, pero cuyo epicentro fue nuestro continente, rompiendo la estabilidad y los equilibrios imperantes desde la derrota napoleónica, pero aun más grave fue la crisis espiritual, social y política sufrida. A la caída de los históricos imperios: el alemán, austro-húngaro o ruso, siguió el nacimiento de dos de las ideologías más terribles de la historia: el comunismo y el nazismo, que, aunque pueda parecer increíble, subyugaron a una gran parte de la población europea y a sus dirigentes. Durante más de 70 años, el comunismo, que ha generado por encima de 100 millones de muertos en todo el mundo, la mitad en Europa y el nazismo, durante 12 años, que llevaron a la horrorosa S.G.M. y al holocausto, fueron vistos no solo con simpatía sino con entusiasmo, por una Europa que bajó a los infiernos.



La derrota del nazismo no trajo la vuelta a los valores históricos, sino que el comunismo se quedó como el vencedor en una parte del continente, con la URSS como potencia dominante y en el resto el modelo estadounidense: Europa dejaba de contar como potencia determinante.



Pero la gravedad de la situación se hizo mayor cuando los principios, los valores que nos hicieron grandes, fueron dejándose atrás, sin que les sustituyese otra cosa que un nihilismo rampante. Pese a los esfuerzos de algunos grandes dirigentes como Schumann, De Gásperi o Adenauer, la Europa grande, de los grandes valores y de los éxitos científico-técnicos, se derrumbaba, teniendo su primera gran quiebra, tras la guerra, en el absurdo mayo del 68, cuyos “principios”, por llamarlos de alguna manera, han impregnado nuestra cultura desde entonces, conduciéndonos, cada vez más, a la debacle.



Confundiendo la libertad y los derechos humanos con el hedonismo y el libertinaje, generaciones enteras han quedado marcadas por la falta de espíritu, de esfuerzo y sacrificio, entregadas a la droga, el sexo fácil o la “cultura” del consumismo. Esas actitudes nos han llevado a la actual situación, donde una crisis económica ha destapado lo peor de nosotros mismo, pues en vez de reconocer que hemos vivido, materialmente, por encima de nuestras posibilidades y espiritualmente, en brazos de Moloc, optamos por culpar a los demás, ya sean la banca, los políticos o quién sea, quienes, no faltos de culpa, si han actuado irresponsablemente ha sido por que los ciudadanos se lo hemos permitido.



Olvidados, cuando no burlándonos, de los valores del cristianismo y sus principios de ayuda, solidaridad, esfuerzo y sacrificio, vemos como pueblos a los que teníamos por subdesarrollados, nos desbordan y no solo en lo económico. Faltos de vigor, incapaces de enfrentarnos a nuestros enemigos o rivales, preferimos culparnos por nuestra historia y pactar con ellos, ya sean los islamistas, hinduistas o cualquier otro firme en sus convicciones.



La realidad es que Europa se desangra en medio de la cobardía y entreguismo generales y prueba de ello es el llamado movimiento de los indignados, aquí en nuestro país, que, convertidos en una turba sucia y reprobable, sin respeto por los demás y sin nada que ofrecer salvo, quizás, nuevas dictaduras, campan por sus respetos por las calles de la capital, ante la pasividad gubernamental y la diferencia ciudadana, claro ejemplo y triste epítome del fin de una civilización antigua, rica, fértil y generosa, convertida en pura vacuidad en este siglo XXI.

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